Que nuestro sistema educativo no es el finlandés es algo patente. Pero que los docentes españoles no estemos a la altura de los finlandeses, ya no es tan evidente. Estoy convencido de que en nuestro país está lleno de buenos docentes, buenos y también malos docentes. Pero que igualmente ocurre en Finlandia, en Singapur y en China por poner tres ejemplos diferentes.
A mi entender, el origen de todos los males de la educación de este país pasa por un problema de actitud. La actitud del docente. Fuera de clasificaciones y tablas comparativas entre sistemas educativos, docentes, competencias del alumnado, etc. de diferentes países, todas ellas discutibles y en las que no creo excesivamente, estoy hablando de un factor difícil de medir, valorar, cuantificar e incluso de apreciar.
Empecemos hablando de recursos. Eso que cualquier docente usa como pretexto y se le llena la boca al decir la de cosas que haría si tuviese recursos o, mejor, más realistas y coherentes con la situación “actual” (¿cuantos años llevamos así?) la de cosas que no puede hacer por no tener recursos. Sin embargo, para ser un buen docente, para que haya aprendizaje, no es necesario disponer de la última tecnología, o de grandes infraestructuras escolares. La mayoría de las veces, por no decir todas, la educación, el aprendizaje se da, sin necesidad de grandes faustos ni dispendios. Un docente ilusionado puede encontrar el modo de explicar el concepto de reacción química a sus alumnos sin la necesidad de poseer un laboratorio de química que esté a la última, bastará con que ese docente sepa transmitir, motivar e ilusionar a sus alumnos a que ellos mismos lo experimenten, y así, una sencilla reacción como la mezcla de bicarbonato sódico y vinagre servirá para que en manos de los alumnos aprendan dicho concepto en toda su extensión. Muchos son los expertos y pedagogos que nos alertan del peligro de tanta tecnología por encima de la metodología y/o sin contar con ella. Incluso en estos tiempos en los que adquieren especial relevancia las metodologías y teorías emergentes es necesario para que estas funcionen un docente con una ilusionante y motivadora actitud. Podemos llevar a la práctica el trabajo por proyectos, una flipped classroom, trabajar inteligencias múltiples, etc., pero si no le ponemos ganas y pasión en lo que hacemos, nuestros alumnos serán incapaces de absorber, de contagiarse y en definitiva de aprender con estas nuevas y no tan nuevas metodologías. Y que decir de la evaluación, esa práctica docente que se ha visto reducida a un proceso calificador, punitivo, muy alejada de una evaluación hecha con una actitud diferente, una evaluación que sea sumativa, formativa e integradora, que realmente valore el progreso en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Incluso con unas bien definidas rúbricas, unos concienzudos portafolios o unos elaborados diarios de aprendizaje, una correcta evaluación de nuestros alumnos está condicionada a una actitud predispuesta y sugerente del docente. Sin ella, volveremos una y otra vez a caer en el error de suspender indiscriminada y compulsivamente, sin llegar a nuestros alumnos, a valorarlos, a reconocer todo aquello que de bueno, de diferentes, de creativos y de originales tengan. Esa valoración de la diversidad, de todo lo bueno, creativo y original que tienen, que tenemos cada uno de nosotros, hace surgir en este proceso, los sentimientos y las emociones y justamente ese “emotionware” (término acuñado por mi gran amigo Fernando García Páez) tampoco será real, o simplemente no será, sin una actitud abierta, receptiva y generosa del docente.
A mi entender, el origen de todos los males de la educación de este país pasa por un problema de actitud. La actitud del docente. Fuera de clasificaciones y tablas comparativas entre sistemas educativos, docentes, competencias del alumnado, etc. de diferentes países, todas ellas discutibles y en las que no creo excesivamente, estoy hablando de un factor difícil de medir, valorar, cuantificar e incluso de apreciar.
Empecemos hablando de recursos. Eso que cualquier docente usa como pretexto y se le llena la boca al decir la de cosas que haría si tuviese recursos o, mejor, más realistas y coherentes con la situación “actual” (¿cuantos años llevamos así?) la de cosas que no puede hacer por no tener recursos. Sin embargo, para ser un buen docente, para que haya aprendizaje, no es necesario disponer de la última tecnología, o de grandes infraestructuras escolares. La mayoría de las veces, por no decir todas, la educación, el aprendizaje se da, sin necesidad de grandes faustos ni dispendios. Un docente ilusionado puede encontrar el modo de explicar el concepto de reacción química a sus alumnos sin la necesidad de poseer un laboratorio de química que esté a la última, bastará con que ese docente sepa transmitir, motivar e ilusionar a sus alumnos a que ellos mismos lo experimenten, y así, una sencilla reacción como la mezcla de bicarbonato sódico y vinagre servirá para que en manos de los alumnos aprendan dicho concepto en toda su extensión. Muchos son los expertos y pedagogos que nos alertan del peligro de tanta tecnología por encima de la metodología y/o sin contar con ella. Incluso en estos tiempos en los que adquieren especial relevancia las metodologías y teorías emergentes es necesario para que estas funcionen un docente con una ilusionante y motivadora actitud. Podemos llevar a la práctica el trabajo por proyectos, una flipped classroom, trabajar inteligencias múltiples, etc., pero si no le ponemos ganas y pasión en lo que hacemos, nuestros alumnos serán incapaces de absorber, de contagiarse y en definitiva de aprender con estas nuevas y no tan nuevas metodologías. Y que decir de la evaluación, esa práctica docente que se ha visto reducida a un proceso calificador, punitivo, muy alejada de una evaluación hecha con una actitud diferente, una evaluación que sea sumativa, formativa e integradora, que realmente valore el progreso en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Incluso con unas bien definidas rúbricas, unos concienzudos portafolios o unos elaborados diarios de aprendizaje, una correcta evaluación de nuestros alumnos está condicionada a una actitud predispuesta y sugerente del docente. Sin ella, volveremos una y otra vez a caer en el error de suspender indiscriminada y compulsivamente, sin llegar a nuestros alumnos, a valorarlos, a reconocer todo aquello que de bueno, de diferentes, de creativos y de originales tengan. Esa valoración de la diversidad, de todo lo bueno, creativo y original que tienen, que tenemos cada uno de nosotros, hace surgir en este proceso, los sentimientos y las emociones y justamente ese “emotionware” (término acuñado por mi gran amigo Fernando García Páez) tampoco será real, o simplemente no será, sin una actitud abierta, receptiva y generosa del docente.
Y es entonces cuando alguien dirá que el docente no está formado, o que todo esto se arregla con la formación. Pues bien, incluso la formación docente necesita un cambio de actitud, una forma diferente de verla. No podemos formarnos sin interés, sin querer, sin vocación, o buscando simplemente un “cumpli-miento”, un título o diploma justificativo muchas veces de algo que no hemos hecho. No hay mejor formación que aquella que se busca, que se vive y experimenta, aquella que se realiza con pasión, con sentimiento. Esa es la que no se olvida, la que se aplica de forma inmediata en el aula, la que se hace desde una actitud positiva, una actitud directa, que reporta felicidad en aquello que se está haciendo pues se hace desde la convicción, desde el gusto por aprender, por desarrollarse.
Por último, debo reconocer que todo esto no es fácil, que la actitud se puede cambiar, sí, no es algo que nos venga de serie, pero que también es cierto que viene y se va. Por ello, aunque resulte difícil, una actitud docente coherente con nuestra profesión, con nuestra tarea de velar por los ciudadanos del mañana, tiene su mayor logro, cuando se consigue que esta sea para toda la vida, aquella que hace del docente un ser ilusionado, apasionado con todo aquello que hace y que se desvive por lo que hace. Y que no se confunda con la vocación, pues aún sin vocación, esta actitud de la que estoy hablando, es posible.
Otros posibles títulos de este post:
• Todo es cuestión de actitud.
• Reflexiones actitudinales de un docente.
• Actitud docente, sin acritud.
Por último, debo reconocer que todo esto no es fácil, que la actitud se puede cambiar, sí, no es algo que nos venga de serie, pero que también es cierto que viene y se va. Por ello, aunque resulte difícil, una actitud docente coherente con nuestra profesión, con nuestra tarea de velar por los ciudadanos del mañana, tiene su mayor logro, cuando se consigue que esta sea para toda la vida, aquella que hace del docente un ser ilusionado, apasionado con todo aquello que hace y que se desvive por lo que hace. Y que no se confunda con la vocación, pues aún sin vocación, esta actitud de la que estoy hablando, es posible.
Otros posibles títulos de este post:
• Todo es cuestión de actitud.
• Reflexiones actitudinales de un docente.
• Actitud docente, sin acritud.
Este y otros posts con temática educativa, también los puedes encontrar en:
Educar cada semana (El blog de la semana de la educación)
0 comentarios:
Publicar un comentario